
No suelen ser muchas las ocasiones en las que elijo la lectura de turno en función de lo que pretenda escribir, pero esta fue una de ellas. Que hasta ahora no hubiese leído Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, es debido a que nunca he sido un apasionado de la ciencia ficción. De Julio Verne leí varias novelas que me traen al recuerdo la biblioteca de mi barrio, son de aquellas primeras lecturas en formato novela, algún tiempo después de que los tebeos fuesen todo mi mundo literario.
En aquella época de mi vida, el dibujo de futuros que ya no lo eran, despertaban mi imaginación y me envolvían con su aroma de aventura. Con el paso de los años sentí el desapego hacia esos futuros soñados por alguien, sin ser muy consciente de que en aquellos mundos se dirimían muchos de los temas que me preocupaban. Me alejé de ese género, tal vez, porque la literatura que tenía más a mano era otra, también porque mi conocimiento del género tan solo abarcaba una pequeña parte del conjunto y esa parte no me atraía. Me alegro de que la escritura me haya empujado a retomarlo, me refiero a la lectura, porque en el campo cinematográfico nunca lo abandoné.
Si eres de los que has leído mis reseñas, quizás te estés preguntando: ¿habrá visto la película antes de leer la novela? En ese caso puedes felicitarte, porque, en efecto, he visto el Fahrenheit 451 de François Truffaut; por cierto, muy recomendable. Pero aquí he venido a hablar del libro.
En Fuego brillante, el posfacio que Ray Bradbury añadió en 1993 dice:
Cinco pequeños brincos y luego un gran salto.
Cinco petardos y luego una explosión.
Eso describe poco más o menos la génesis de Fahrenheit 451.
Cinco cuentos cortos, escritos durante un período de dos o tres años, hicieron que invirtiera nueve dólares y medio en monedas de diez centavos en alquilar una máquina de escribir en el sótano de una biblioteca, y acabara la novela corta en sólo nueve días.
Cuando leo proezas de este tipo no puedo sentir más que admiración, también envidia, porque si algo destaca de esta novela es su magnífica prosa.
Caminaron en la noche ventosa, tibia y fresca a la vez, por la acera de plata, y el débil aroma de los melocotones maduros y las fresas flotó en el aire, y Montag miró alrededor y pensó que no era posible, pues el año estaba muy avanzado.
Aún hay muchas personas que piensan que la buena literatura está reñida con los géneros, es uno de esos estigmas con los que es necesario luchar todos los días, a ellas les recomendaría que leyesen esta novela, que disfrutasen de la belleza de sus palabras.
Ray Bradbury nos muestra un mundo distópico a través de la mirada de Guy Montag, un bombero que en ese mundo no apaga fuegos, sino que los provoca, porque el trabajo de los bomberos es encontrar los libros ocultos y prenderles fuego:
Era un placer quemar.
Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como las de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia.
Montag, como la mayoría de los habitantes de ese mundo, no se hace preguntas, ha perdido la curiosidad. Pero eso cambia cuando aparece en su vida Clarisse McClellan, una chica de diecisiete años que se califica de loca, tan solo porque va contracorriente. Es la actitud de la chica la que le hará plantearse muchas cosas, entre otras: cuando los bomberos dejaron de apagar fuegos.
Es el capitán Beatty, el superior de Montag, quien se encarga de explicarle, y de paso al lector, como se ha llegado a un punto en el que la felicidad se consigue mediante la homogeneización del ser humano, con la eliminación del conflicto debido al pensamiento diferente, y si hay algo que hace que el ser humano tenga criterio propio eso son los libros. Beatty dice:
Si no quieres que un hombre sea políticamente desgraciado, no lo preocupes mostrándole dos aspectos de una misma cuestión. Muéstrale uno. Que olvide que existe la guerra. Es preferible que un gobierno sea ineficiente, autoritario y aficionado a los impuestos, a que la gente se preocupe por esas cosas.
De manera que quemar los libros contribuye a la igualdad y por tanto a la felicidad. Beatty habla de Clarisse en los siguientes términos:
No quería saber cómo se hacen las cosas, sino por qué. Esto puede resultar embarazoso. Uno empieza con los porqués, y termina siendo realmente un desgraciado.
Lo cierto es que de las conversaciones entre Montag y su capitán es de donde se extrae la información fundamental de como funciona ese mundo, uno no tan diferente al nuestro. La soledad, el aislamiento provocado por la tecnología, la inmediatez, la velocidad, son un reflejo de ese mundo, también del nuestro.
A lo largo de la novela asistiremos al despertar de Montag de la mano de varios acompañantes. En la primera parte, La estufa y la salamandra, es Clarisse la que interpreta ese papel. En la segunda, El tamiz y la arena, es un viejo profesor de literatura, llamado Faber, el que toma el relevo. En la última, Fuego brillante, Granger, un hombre libro, desempeña ese rol.
Fahrenheit 451 ha sido una novela que me ha sorprendido por su calidad narrativa, pero también por la profundidad en el desarrollo de su protagonista. Se trata de una novela corta que a veces exige pararse, recapacitar sobre lo leído y retomar el placer que supone viajar entre sus páginas.
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Cubierta:
Cortesía de Editorial Planeta, S.A.
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